Hay miradas profundas en las que se atisba un pasado y se entrevé un futuro. Si, además, esas miradas provienen de unos ojos negro azabache en un rostro moreno que bien podía haber retratado Romero de Torres, sus efectos son devastadores. Hay miradas decía que uno no puede, ni quiere, relegar al fondo de la memoria porque suponen recuerdos imborrables en los que se revela nítida la bondad y la gratitud que solo la más tierna infancia puede, de forma impagable, regalarnos a los adultos.
Ella no lo sabe, ni lo sabrá nunca. Probablemente, dada la cotidianidad del gesto, tampoco quien estaba con ella haya caído en la cuenta y solo en la fracción de tiempo en la que se percibe una mirada y una sonrisa, yo haya reparado en cuanta gratitud, cuanta felicidad, cuanta alegría, y cuanto cariño comunicaba tan nimio y a la vez tan gran gesto. Quizás solo yo tenga esa foto en mi recuerdo y la conserve conmigo.
Porque se trataba justamente de eso, de la mirada fugaz que una niña dirigía a su padre, a la vez que le regalaba una perfecta sonrisa desde su diminuto rostro, y le transmitía alborozada sus sensaciones y sentimientos con esa añorada mezcla de inocencia y disfrute que tienen los niños. Es difícil, por no decir imposible, que se pueda decir y dar más en tan poco.
Atrás, seguro, quedaron los tiempos inciertos en los que todo era inseguro. Los tiempos en que todo eran dudas y más dudas, quebrantos y, casi con seguridad, dolor mucho dolor. Ambas partes lo saben aunque, quizás la cría con su infancia rebosando energía tenga mayor facilidad en relegarlo al olvido más profundo. Para si querrían tal olvido el padre y la madre que la desearon tanto desde hace tanto. Su condición de adultos les da para recordar, incluso cuando no se quiere recordar.
Ella no lo sabe, ni lo sabrá nunca. Probablemente, dada la cotidianidad del gesto, tampoco quien estaba con ella haya caído en la cuenta y solo en la fracción de tiempo en la que se percibe una mirada y una sonrisa, yo haya reparado en cuanta gratitud, cuanta felicidad, cuanta alegría, y cuanto cariño comunicaba tan nimio y a la vez tan gran gesto. Quizás solo yo tenga esa foto en mi recuerdo y la conserve conmigo.
Porque se trataba justamente de eso, de la mirada fugaz que una niña dirigía a su padre, a la vez que le regalaba una perfecta sonrisa desde su diminuto rostro, y le transmitía alborozada sus sensaciones y sentimientos con esa añorada mezcla de inocencia y disfrute que tienen los niños. Es difícil, por no decir imposible, que se pueda decir y dar más en tan poco.
Atrás, seguro, quedaron los tiempos inciertos en los que todo era inseguro. Los tiempos en que todo eran dudas y más dudas, quebrantos y, casi con seguridad, dolor mucho dolor. Ambas partes lo saben aunque, quizás la cría con su infancia rebosando energía tenga mayor facilidad en relegarlo al olvido más profundo. Para si querrían tal olvido el padre y la madre que la desearon tanto desde hace tanto. Su condición de adultos les da para recordar, incluso cuando no se quiere recordar.
Que la mirada profunda provenga de una niña India adoptada tan solo es una anécdota que, realmente, no hace al caso.
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